“Al oír tocar los tambores y escuchar sus cantos, deseoso de ver lo que ocurría, entré en el templo. En cuanto me vieron los sacerdotes, me expulsaron airadamente, casi escupiéndome en la cara. Pude ver un ídolo de barro en forma de tigre (jaguar), dos pavos y otras aves que tenían dispuestas para ser sacrificadas ante sus dioses”. Este extracto relatado por Girolamo Benzoni en su “Historia del Nuevo Mundo” tiene lugar en la localidad de Charapotó (provincia de Manabí) hace más de cuatro siglos. Este gran felino fue considerado una divinidad por muchas de las culturas prehispánicas a lo largo del continente, en ocasiones representado con forma humana. Su potente rugido evoca al trueno y su figura se ha asociado con la fertilidad, el poder, la destrucción y la noche. Aún hoy, culturas como los Waorani guardan este estrecho vínculo.
Después de algo más de 400 años del relato de Benzoni, el panorama para el jaguar (Panthera onca) ha cambiado drásticamente. Ha pasado de ser un animal de culto a ser visto como una amenaza, perseguido ante el incesante avance de la población. La pérdida de hábitat, la cacería y la introducción de enfermedades a través de fauna doméstica han provocado que el jaguar haya perdido el 55% de su territorio histórico desde Argentina hasta Estados Unidos, considerándose prácticamente extinto en Estados Unidos, Uruguay y El Salvador. La cuenca del Amazonas se ha convertido en su gran refugio, albergando el 89% de su población total. En Ecuador está catalogada como una especie en peligro de extinción, especialmente vulnerable en la región Costa, donde su situación es crítica.
Considerado el felino más grande del continente americano y el tercero del mundo, el jaguar se ubica en la parte superior de la cadena alimenticia y esto le da un papel preponderante en el ecosistema. Según comenta Rodrigo Cisneros, “al ser un top predator, controla toda la red trófica”, desde poblaciones de herbívoros como sajinos, tapires y capibaras; hasta poblaciones de depredadores intermedios como ocelotes, yaguarundis, caimanes, entre otros. “Es como un director de orquesta, los demás siguen su ritmo”, agregó.
En 2017 se estableció la red de monitoreo de fauna silvestre en el Corredor de Conectividad Sangay-Podocarpus. Para Daniel Griffith, una de las motivaciones que le llevó a involucrarse y ser parte de la red es la falta de indicadores existentes en el país: “es frustrante no tener información para alimentar las políticas públicas”, dice, y es por eso que decidieron articular, junto a instituciones públicas y privadas, un sistema que permitiera el monitoreo efectivo con una baja inversión en el marco del proceso de creación del mismo Corredor, debido a que “todos los GAD tienen cámaras (trampa) y la propuesta era hacer algo en común con la propia capacidad técnica y científica de la zona”, aseguró.
Una vez sorteadas diversas dificultades y llevadas a cabo reuniones y talleres entre las instituciones, la red se puso en marcha. El monitoreo de fauna exige paciencia, persistencia y conocimiento del hábitat. Poco a poco fue dando resultado con las primeras imágenes de especies entre las que destacaban el tapir, el sajino, venados y uno que otro pequeño mamífero, hasta que saltó la gran sorpresa. Dos registros de jaguar (Panthera onca) a altitudes de 2.300 y 2.600 m.s.n.m.: uno en la reserva Tapichalaca (Zamora-Chinchipe) y otro en el Parque Nacional Río Negro-Sopladora (Azuay y Morona Santiago), que constituyen los primeros registros en Ecuador de esta especie por encima de los 2.000 m.s.n.m. “El registro de 2.600 m.s.n.m. es una locura, el lugar está rodeado de páramo y bosque de ceja de montaña. Esto justificó hacer el artículo y todas las especulaciones que hicimos”, asegura Rodrigo.
“Son más de 40 años que la gente no ha visto un jaguar. El proceso de colonización y expansión ganadera, entre las décadas de los años setenta y ochenta tuvo un gran impacto sobre el paisaje y la biodiversidad”
Rodrigo Cisneros, docente investigador del departamento de Ciencias Biológicas y Agropecuarias
¿Qué significa este nuevo registro del jaguar? Debido a la poca información que dejan ambos registros, Daniel y Rodrigo, coautores del artículo publicado en la revista científica Mammalia, plantean tres hipótesis: 1) que sea parte de un “pulso” migratorio previamente no detectado entre la Amazonía y Los Andes; 2) un fenómeno causado por presiones humanas en tierras bajas; y 3) la incidencia del cambio climático. Daniel comenta que “puede ser normal que, de vez en cuando, el jaguar se disperse de una zona a otra. Puede ser que esté pasando de la Amazonía a la Costa… Eso sería muy interesante, aunque hasta ahora no lo podemos afirmar. También puede que sea un fenómeno provocado por la expansión ganadera, por lo que estaría buscando refugio en tierras altas. Pero más allá de todas estas especulaciones, los registros ponen en evidencia la necesidad de hacer monitoreo para revelar todas estas novedades”.
Una de las áreas donde se captó el jaguar, el cerro Tapichalaca, está ubicado en la cuenca del río Mayo que une las poblaciones de Palanda y Zumba en la provincia de Zamora Chinchipe. Allí, comenta Rodrigo, “son más de 40 años que la gente no ha visto un jaguar. El proceso de colonización y expansión ganadera, entre las décadas de los años setenta y ochenta” tuvo un gran impacto sobre el paisaje y la biodiversidad. La conversión de bosque en potreros se unió a otro hecho importante: la gran matanza de jaguares. “Aunque no existe registro de ello, la gente del lugar te lo cuenta”. Ahora, el gran reto debe ser su conservación y para eso es indispensable “mantener poblaciones viables conectadas a través de áreas protegidas, recuperar tamaños poblacionales allí donde han sido eliminados y bajar la presión directa que supone la cacería (…), el problema es que todos los planes dicen esto mismo, pero si no se ejecutan, todo queda en papel”, asevera el investigador.
Para Daniel es vital preservar el hábitat y los corredores para el jaguar, ya que su conservación implica también la de muchas otras especies con las que comparte territorio. Considera que es un momento crítico porque “estamos tomando decisiones que afectan al paisaje sin saber siquiera cuáles son los vertebrados que habitan, sin hablar de hongos e insectos. Hemos demostrado la importancia del monitoreo articulado con gobiernos y actores locales. Podemos hacerlo, la cuestión es sostenerlo y que esa información sea considerada por los tomadores de decisión para asegurar tener esta biodiversidad y los beneficios que brinda para nuestros hijos, nietos y futuras generaciones”, concluye.
Accede al artículo científico:
https://doi.org/10.1515/mammalia-2021-0136
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