Había una vez una copa, un ladrón y un perro. La copa se llamaba Jules Rimet, en honor al creador de los mundiales, al perro le decían Pickles, y el nombre del ladrón era Edward Bletchley, un ex militar. El escenario de la historia era Londres, así como lo imaginamos con sus buses de dos pisos que avanzan rápido por el carril opuesto, pero sin provocar desastres porque ahí todo el mundo anda al revés. La época, mitad de los sesenta, tres meses antes del octavo mundial en la historia, Inglaterra 1966.
Según la tradición la copa estaba expuesta para el público y las medidas de seguridad eran estrictas. La gente se ponía en fila para contemplar el trofeo escoltado por dos policías. Sin embargo, un día la copa se esfumó y nadie pudo dar explicaciones. Parecía magia, pero no lo era. Simplemente, en la noche la seguridad se había reducido a un hombre de 70 años que se había tomado un pequeño descanso para cenar.
Pidieron 15.000 libras esterlinas por la devolución del trofeo. Su precio real era el doble, 30.000. La investigación se hundió en caminos sin huellas. Pero semanas más tarde, el 27 de marzo de 1996, el panorama cambió gracias al olfato de un perrito al que su dueño, David Corbett, había sacado a pasear.
“Se fue derecho hacia el auto de mi vecino. No dejaba de olfatear así que cuando fui a ponerle la correa, me fijé y vi en el piso, junto al auto, un paquete. Lo levanté, rompí un pedazo del periódico que lo cubría y leí Brasil… Alemania Occidental… Mi corazón empezó a palpitar más rápido… ¡Era la copa del Mundo! Me subí al auto, así como estaba, con chancletas, y me acuerdo que, al llegar, empujé la puerta y fui derecho hacia un sargento que estaba detrás de un escritorio brillante y le dije: ‘¡Creo que encontré la copa del Mundo!’, contó luego Corbett a los periodistas de BBC.
Los de Scotland Yard dudaron en su versión y lo interrogan varias veces antes de convertirlo de sospechoso a testigo. Luego empezó el cuento de hadas. A los ingleses les encantan las historias de heroísmo. Les dieron medallas, a Corbett y a su perro Pickles. Un cheque de 1.500 libras esterlinas y comida gratis para el perro durante un año. Fueron invitados especiales en el partido de la inauguración del mundial, se sentaron en el palco de Wembley y 150.000 personas les aplaudieron. Al siguiente día los periódicos entraron en detalles: el perro había mostrado una actitud noble y no había hecho sus necesidades en los asientos costosos.
Hay más. Lo cuenta el mismo Corbett. “Tras la final, nos invitaron a la recepción en Londres. El equipo estaba en un enorme balcón y abajo la calle estaba repleta de gente. El capitán Bobby Moore levantó a Pickles y se lo mostró a la multitud. Fue muy emocionante para mí, y pienso que también para todo el país.”
Luego Pickles actuó en una película y, poco después, el cuento se acabó para él. Pues un año después de convertirse en el perro más famoso del mundo, Pickles murió en un accidente. Persiguiendo a un gato, su correa se enganchó a un árbol caído y él terminó ahorcado. “Fue gracias a Pickles que cambió mi vida. Me ayudó a comprar mi casa. Está enterrado en el jardín y, en las noches de verano, me siento a su lado y hablo con él”, contó David Corbett.
Del robo acusaron a un ex militar llamado Edward Bletchley. Él pasó dos años en prisión y, unos meses después de recuperar su libertad, se enfermó y falleció.
Y aquí empieza la segunda parte de la historia. Cuatro años más tarde, en el mundial 1970 –al cual está dedicado el capítulo del próximo jueves– Brasil ganó la copa por tercera vez y, según el reglamento, se quedó definitivamente con ella. El trofeo hecho de 1.800 gramos de oro fue instalado en la sede central de la Confederación Brasileña, en el centro de Río de Janeiro.
Ahí permaneció hasta 1984 cuando un gerente de un banco, Antonio Pereira Alves, sus amigos José Luiz Vieira, Francisco Rocha y un joyero, Juan Carlos Hernández, lo robaron. Esta vez la copa sí desapareció para siempre. La versión oficial es que fue fundida y vendida como oro vulgar.
Curiosamente, el joyero Juan Carlos Hernández resultó de origen argentino (los demás del grupo eran locales), lo que provocó al inspector encargado de la investigación, Murilo Miguel, que haga, entre el humor y la amargura, la siguiente declaración para los lectores del diario “Página 12”: “Nosotros (los brasileños) tuvimos que ganar tres campeonatos para quedarnos con la copa y viene un argentino y la derrite”.
La policía dio con la banda, gracias a un ladrón experto en cajas fuertes, Antonio Setta. Él confesó que le habían invitado a participar, pero se había negado por motivos sentimentales. El trofeo le traía tristes recuerdos. Su hermano había fallecido durante la final de mundial de 1970 cuando Brasil ganó la copa por tercera vez y obtuvo el honor de quedarse con ella.
Hoy en día, el único de la banda que sigue con vida es el joyero argentino Juan Carlos Hernández. Luego de cumplir 9 años de prisión, él se escapó a Francia. Ahí lo encarcelaron de nuevo, esta vez por estar involucrado en mercado de droga. Después de recuperar la libertad, su paradero es desconocido.